Dice lo suyo Dino Saluzzi
“Es una injuria severa lo que se me ha hecho”
Para los de más de cincuenta, Saluzzi es un emblema de la cultura salteña. Sus paisajes sonoros, poblados de melancolía abren senderos que enaltecen a los tres géneros de la música popular.
Dino Saluzzi es bandoneonista, compositor. Cultiva el respeto hacia la música como pocas veces se ha visto sobre algún escenario. Nació en 1935 en Campo Santo y a los siete años ya ensayaba melodías con el fuelle.
Para los de más de cincuenta, Saluzzi es un emblema de la cultura salteña. Sus paisajes sonoros, poblados de melancolía abren senderos que enaltecen a los tres géneros de la música popular.
Con todo, los más jóvenes, tal vez no conozcan su arte y otros -no adrede- no lo comprendan como para escucharlo en silencio.
Así, luego de veinte años de ausencia, el músico retornó al escenario Payo Solá, pero el público de la Serenata a Cafayate lo silbó y él se retiró tras jurar que no volvería a pisar un escenario folclórico.
Tal vez en él se cumpla la frase que reza que ‘nadie es profeta en su tierra‘ o tal vez no. Luego de aquel desafortunado 18 de febrero, Saluzzi dialogó en exclusiva con El Tribuno. Dio su visón de los hechos, habló del público, los organizadores y su pasión por la música.
‘Creo que lo que sucedió durante mi actuación fue una cosa preparada. O sea, me tendieron una trampa. Porque empezaron los silbidos y no sabían ni siquiera qué estábamos tocando. Ése es el principio de la cosa.
Pero esto ya pertenece al pasado y yo he revertido la situación. En el sentido de que nunca imaginé que yo tuviera tantos adeptos. Me has escrito mails de apoyo y amistad desde Europa, Estados Unidos o Venezuela. La gente no come vidrio. Sabe. Y separó la paja del trigo. Esto me alienta muchísimo porque hay gente a la que realmente le interesa y respeta las músicas que da nuestra patria. Para mí fue absolutamente positivo‘. En un tono reflexivo el músico analiza los tristes hechos que lo tuvieron como protagonista y recalca:
‘Tengo -por supuesto- el dolor de ser rechazado, pero la convicción de que uno hace las cosas y la gente no tiene la obligación de apoyarlo o no apoyarlo. Y en Cafayate eligieron algo que no va conmigo. Porque yo soy un músico, no soy un folclorista. En mi trabajo, tomo la música del folclore; la desarrollo y trato de que eso sea una obra artística. Eso me quedó muy claro‘.
-Tal vez el público de los festivales no está acostumbrado a música de esa profundidad
Más que la preparación del público, es la idoneidad de quienes organizan, con el dinero del erario público -no con su dinero personal, por supuesto, sino con el dinero que da el gobierno-, han demostrado que muchas veces se confunde todo por falta de idoneidad. No son personas malas. Son personas ignorantes que no saben qué tienen que hacer, no conocen nada. Entonces juntan todo y amontonan todo. Eso no es posible. La música, principalmente tiene que tener un ámbito donde no pierda valor y donde la música esté representada por músicos. Porque si son todos cantores -ni siquiera cantantes-, cantores de peña -de vinito, de carnaval y todas esas cosas-yo estoy muy al margen de eso.
No me gusta ver a la gente enajenada por el alcohol o ebria, me da pena. Yo he tenido un problema familiar muy grande con respecto del alcohol. El lugar donde se vende alcohol y se hace música ya deja de ser un ámbito propicio para la música. Porque la música es el producto del pensamiento y del trabajo, es un elemento muy importante que sirve para la educación de las personas. Cuando eso no está en manos de gente que sabe. Creo que hay que acomodar las cosas, en el buen sentido.
Considero, incluso, que Cafayate puede llegar a ser un festival de bastante importancia, pero tiene que estar hecho por gente que sabe. Lo mismo Cosquín. La gente confunde quiénes son músicos. Habría que tener un poco más de respeto para la música. Si dicen ‘folclore‘ y la gente va y se divierte, baila, come, chupa, está en todo su derecho. Nadie puede oponerse a ello. Sucede que la música tiene que tener un ámbito especial. Es indudable.
Porque ya sabemos que en lugar de ser una muestra de lo que sucede en el acervo musical y en la cultura popular del país, son un borracherío. Ya no se escucha ni una zamba.
-Muchas veces se quiere homenajear a los grandes, pero se recae en formas equivocadas ¿cree que eso sucedió con usted?
No sé. El gran problema de la música argentina es el festival folclórico. Porque generalmente se hace como una bacanal. Entonces ninguna de las cosas que son el resultado del trabajo de esos muchachos que se dedican a hacer esa media música que es el folclore es apreciado en su verdadera dimensión.
Parece un certamen incomprensible, una cosa rara. Se ha cometido un error -a mí se ocurre- con fines políticos. Porque todas las canciones que se escuchan son una aberración literaria. Es mucho lo que se ha dañado con eso. Se ha promovido el facilismo. Se ha demostrado que se puede juntar a 20 mil personas aplaudiendo una cosa que no tiene absolutamente ningún valor.
-¿Por qué cree que ocurre que sucede eso?
La labor de educación, de la formación de la juventud argentina, queda relegada a un segundo plano. Porque no se tiene información.
Por ejemplo, ahora van a comenzar las clases. Las autoridades no piensan que generan un ejemplo peligrosísimo para la juventud. Porque la juventud va a concurrir a clase, habrá aumento de salarios para los docentes, pero lo más importante es insistir y encontrar la manera de incentivar el estudio y la dedicación. Los chicos van al colegio y no estudian nada, por todo este tipo de ejemplos.
Yo estoy a punto -voy a tratarlo con mi abogado- (no es una amenaza sino que yo quiero ver si puedo seguir ayudando a las buenas maneras en la educación) hacer una demanda a la municipalidad de Cafayate por injurias. Es una injuria severa lo que se me ha hecho.
-Usted hablaba de la importancia de la educación y todo artista responsable es docente, en tanto muestra maneras de ver el mundo
Una persona que, de alguna manera, accede a la música; accede también a su sensibilidad. La sensibilidad apunta hacia la fraternidad y -por qué no decirlo, aunque está muy bastardeada la palabra-al amor, al respeto, las buenas maneras desde todo punto de vista.
Saluzzi explica: ‘los directores de cultura tienen que dejar de cobrar el sueldo y estar sentados haciendo tonterías, tienen que dedicarse a trabajar por la comunidad. Los directores de cultura son las personas que toman el pulso, no solamente al académico, al que estudia en el colegio secundario, sino a toda la población.
En ese aspecto, el director de cultura, educación o turismo no está trabajando bien, el escenario de Cafayate tiene problemas de construcción bastante serios. Ahí cualquier día va a haber un accidente grave. Es un desastre para la protección de las personas‘.
El bandoneonista recuerda la frase con la que abandonó Cafayate y asegura: “Si bien dije no piso más un escenario folclórico, no quiere decir que me ausente de la música folclórica. El folclore ha servido de inspiración para toda la música del mundo. Es el germen de la gran música -así como lo es el tango y la música del Litoral-, pero necesita pasar por manos de músicos. Nosotros perdemos lo esencial. La música queda sin geografía. Se ha perdido la raíz por culpa de los depredadores. Todos cantan, pero son pocos los que han estudiado música. Todos cantan y cantan de una manera sospechosa, desafinada, con letras absurdas. Hay una falta de respeto al ‘Cuchi‘ Leguizamón, a Falú, a Perdiguero, al Payo Solá, a Marcos Tames, a José Lo Giúdice, músicos que fueron de Salta”.
-¿Existe una tibieza, una falta de compromiso en los compositores actuales?
Sí, es por la falta de conocimiento. Hay que investigar muchísimo para hacer música argentina. Sobre todo porque se retuvo la música en Ginastera, en los Castro. Manolo Juárez, el Negro Lagos, fueron personas que se ocuparon de estudiar y fueron responsables con lo que hacían. Estos chicos de ahora piensan sólo en el aplauso y en el griterío de la gente. Hay una gran confusión y no sé lo que va a pasar. Yo tengo grandes esperanzas, sigo peleando por el folclore y por la música argentina.
Finalmente, recobrado del dolor por el apoyo de sus admiradores, Saluzzi habla de su pasión: “La música es el resultado de la razón y el discernimiento. De la captación de los sentires profundos del alma, de la percepción de los avisos o mensajes de las cosas inanimadas que nos acompañan, de los movimientos de la naturaleza y los astros, de las energías que empujan para salir y que están en nuestro pasado y estarán en nuestro futuro. Viene de la necesidad imperiosa de un remedo para una realidad eternamente adversa. De una ventanita de luz al misterio de la vida, de la esperanza de encontrar de a poco, en la oscuridad, la montaña que nos lleva a la paz de la paz.”
Nota aparecida en http://www.eltribuno.info/salta/diario/2011/03/06/salta/201ces-una-injuria-severa-lo-que-se-me-ha-hecho201d
Los énfasis a las palabras de Saluzzi se los he puesto yo porque reafirman opiniones mías.
jueves, 10 de marzo de 2011
Más sobre el Carnaval
Página 12 - 10 de marzo de 2011
EL PAIS › OPINION
Carnavales, cultura y política
Por Washington Uranga
Sería una simplificación mirar la restitución de las fiestas de Carnaval decidida este año por el Gobierno simplemente como parte de la política de incentivos al turismo o como una estrategia económica. También sería una ingenuidad creer que la decisión adoptada por la dictadura militar aboliendo el Carnaval fue apenas una demostración de supuesta austeridad por parte de los dictadores.
Ni tanto, ni tan poco. Nadie podría negar que en la decisión hay factores económicos y de estrategia política. También un sentido de justicia (ahora) y de injusticia (antes) respecto de los trabajadores y el reconocimiento o no de jornadas no laborables que pueden ser dedicadas al esparcimiento, a la distensión, a la vida familiar y cultural.
Pero habría que situar también la decisión actual en el camino de otras que se vienen adoptando para recuperar lo público como un espacio contenedor, la fiesta y la celebración como instancias que sirven para aglutinar a una comunidad, a un pueblo y consolidar su identidad. Ese fue también el sentido de las celebraciones del Bicentenario –el año anterior– que tan espontánea y genuinamente movilizaron a parte de la ciudadanía, en ese caso sin distingos de banderías o inclinaciones políticas. Aquélla fue la manifestación de un pueblo que recuperó para sí el espacio público sintiéndose protagonista del acontecimiento.
Para comprender el fenómeno habría que remontarse a la historia misma de la humanidad, para entender que la fiesta no es apenas un acto de representación. No es una manera de mostrar para otros. Es, ante todo y fundamentalmente, un acto de presencia a través del cual una comunidad, una colectividad, un pueblo se realiza. Particularmente el Carnaval no es un espacio donde las personas van a observar como espectadores. Es un ámbito donde el conjunto de las personas se integran y donde la vivencia en comunidad se hace concreta. En la fiesta la comunidad, y cada uno de sus integrantes, se hace visible. En el sentido más genuino la comunidad genera la ocasión para quitarse la máscara y sus miembros se revelan los unos a los otros. Para participar es necesario ser. El acto de representación, si es que existe como tal, viene a continuación.
Desde el punto de vista colectivo puede decirse que a través de la intervención en la fiesta los integrantes de una sociedad, los participantes que son a su vez ciudadanos, descubren y construyen juntos una razón de ser: la de vivir juntos en comunidad. Así se van constituyendo de manera asociada y compartida como un organismo vivo, dinámico, como una colectividad. Esta es la manera de construir la identidad cultural.
Privar a una sociedad, a la ciudadanía, del espacio de la fiesta es quitarle la posibilidad de construir también esa identidad nacional, romper o intentar romper los lazos que forjan una identidad cultural. Tomar una medida como la que ahora se pone en práctica es, entre otros motivos, aportar al sentido colectivo, una apuesta a seguir construyendo genuinamente una identidad cultural como pueblo. Podrá decirse que no alcanza con una medida aislada. Es verdad. Pero también es cierto que esta decisión de ahora se encuadra dentro de una serie de determinaciones que bien pueden entenderse como una orientación política en la misma línea. Recuperar el espacio público para la ciudadanía, como lugar de reconocimiento, de intercambio, de diálogo y también de celebración, es parte de una política pública en materia político-cultural.
Podrá decirse también que hoy el Carnaval no tiene las características de antaño. Porque la participación popular se ha restringido, porque las características de las celebraciones son otras. Es verdad. El sentido de la fiesta como lugar de encuentro y representación es otro, pero mantiene su condición fundamental: encontrarme con otros en un espacio común donde todos y todas nos hacemos visibles, nos reconocemos. No importa si es en el barrio o en un megafestival. La forma casi es un detalle menor.
Todo ello sin perder de vista que el acceso al espacio público hoy está atravesado por asimetrías. Y que mientras unos festejan en las calles y en las plazas, otros aprovechan la misma ocasión para hacer ostentación de consumo en selectos lugares turísticos. Las diferencias económicas y también socioculturales atraviesan y marcan nuestra sociedad. No se trata de olvidarlas. Pero esta realidad no invalida el sentido de lo que se afirma más arriba.
Uno de los mayores ataques que ha sufrido la cultura de nuestros pueblos latinoamericanos es la creciente individualización. El individuo se fue despojando (¿liberando?) de vínculos y hábitos culturales (¿tradicionales?) que por un lado lo encerraban y, por otro, lo protegían. Con ello se ganó en autodeterminación y en libertad, se abrieron otros horizontes, particularmente para los jóvenes. Pero ese ejercicio de la libertad depende de las capacidades y de las posibilidades. Unas y otras requieren de marcos de contención cultural para que aquella libertad pueda crecer y desarrollarse.
Si se disuelve lo público lo único que subsiste (y se potencia y sobrevalora) son las capacidades individuales. Sin lo público no sólo se pierde la posibilidad de reconocer a los otros y a las otras, sino que el sujeto mismo carece de referencias, de marcos para comprenderse a sí mismo, para desarrollar una identidad que siempre es en relación. Se diluye lo colectivo y desaparece la solidaridad.
En todo este recorrido, no es una cuestión menor recuperar el espacio y el sentido de la fiesta en el marco de lo público. Porque tiene valor político y cultural.
EL PAIS › OPINION
Carnavales, cultura y política
Por Washington Uranga
Sería una simplificación mirar la restitución de las fiestas de Carnaval decidida este año por el Gobierno simplemente como parte de la política de incentivos al turismo o como una estrategia económica. También sería una ingenuidad creer que la decisión adoptada por la dictadura militar aboliendo el Carnaval fue apenas una demostración de supuesta austeridad por parte de los dictadores.
Ni tanto, ni tan poco. Nadie podría negar que en la decisión hay factores económicos y de estrategia política. También un sentido de justicia (ahora) y de injusticia (antes) respecto de los trabajadores y el reconocimiento o no de jornadas no laborables que pueden ser dedicadas al esparcimiento, a la distensión, a la vida familiar y cultural.
Pero habría que situar también la decisión actual en el camino de otras que se vienen adoptando para recuperar lo público como un espacio contenedor, la fiesta y la celebración como instancias que sirven para aglutinar a una comunidad, a un pueblo y consolidar su identidad. Ese fue también el sentido de las celebraciones del Bicentenario –el año anterior– que tan espontánea y genuinamente movilizaron a parte de la ciudadanía, en ese caso sin distingos de banderías o inclinaciones políticas. Aquélla fue la manifestación de un pueblo que recuperó para sí el espacio público sintiéndose protagonista del acontecimiento.
Para comprender el fenómeno habría que remontarse a la historia misma de la humanidad, para entender que la fiesta no es apenas un acto de representación. No es una manera de mostrar para otros. Es, ante todo y fundamentalmente, un acto de presencia a través del cual una comunidad, una colectividad, un pueblo se realiza. Particularmente el Carnaval no es un espacio donde las personas van a observar como espectadores. Es un ámbito donde el conjunto de las personas se integran y donde la vivencia en comunidad se hace concreta. En la fiesta la comunidad, y cada uno de sus integrantes, se hace visible. En el sentido más genuino la comunidad genera la ocasión para quitarse la máscara y sus miembros se revelan los unos a los otros. Para participar es necesario ser. El acto de representación, si es que existe como tal, viene a continuación.
Desde el punto de vista colectivo puede decirse que a través de la intervención en la fiesta los integrantes de una sociedad, los participantes que son a su vez ciudadanos, descubren y construyen juntos una razón de ser: la de vivir juntos en comunidad. Así se van constituyendo de manera asociada y compartida como un organismo vivo, dinámico, como una colectividad. Esta es la manera de construir la identidad cultural.
Privar a una sociedad, a la ciudadanía, del espacio de la fiesta es quitarle la posibilidad de construir también esa identidad nacional, romper o intentar romper los lazos que forjan una identidad cultural. Tomar una medida como la que ahora se pone en práctica es, entre otros motivos, aportar al sentido colectivo, una apuesta a seguir construyendo genuinamente una identidad cultural como pueblo. Podrá decirse que no alcanza con una medida aislada. Es verdad. Pero también es cierto que esta decisión de ahora se encuadra dentro de una serie de determinaciones que bien pueden entenderse como una orientación política en la misma línea. Recuperar el espacio público para la ciudadanía, como lugar de reconocimiento, de intercambio, de diálogo y también de celebración, es parte de una política pública en materia político-cultural.
Podrá decirse también que hoy el Carnaval no tiene las características de antaño. Porque la participación popular se ha restringido, porque las características de las celebraciones son otras. Es verdad. El sentido de la fiesta como lugar de encuentro y representación es otro, pero mantiene su condición fundamental: encontrarme con otros en un espacio común donde todos y todas nos hacemos visibles, nos reconocemos. No importa si es en el barrio o en un megafestival. La forma casi es un detalle menor.
Todo ello sin perder de vista que el acceso al espacio público hoy está atravesado por asimetrías. Y que mientras unos festejan en las calles y en las plazas, otros aprovechan la misma ocasión para hacer ostentación de consumo en selectos lugares turísticos. Las diferencias económicas y también socioculturales atraviesan y marcan nuestra sociedad. No se trata de olvidarlas. Pero esta realidad no invalida el sentido de lo que se afirma más arriba.
Uno de los mayores ataques que ha sufrido la cultura de nuestros pueblos latinoamericanos es la creciente individualización. El individuo se fue despojando (¿liberando?) de vínculos y hábitos culturales (¿tradicionales?) que por un lado lo encerraban y, por otro, lo protegían. Con ello se ganó en autodeterminación y en libertad, se abrieron otros horizontes, particularmente para los jóvenes. Pero ese ejercicio de la libertad depende de las capacidades y de las posibilidades. Unas y otras requieren de marcos de contención cultural para que aquella libertad pueda crecer y desarrollarse.
Si se disuelve lo público lo único que subsiste (y se potencia y sobrevalora) son las capacidades individuales. Sin lo público no sólo se pierde la posibilidad de reconocer a los otros y a las otras, sino que el sujeto mismo carece de referencias, de marcos para comprenderse a sí mismo, para desarrollar una identidad que siempre es en relación. Se diluye lo colectivo y desaparece la solidaridad.
En todo este recorrido, no es una cuestión menor recuperar el espacio y el sentido de la fiesta en el marco de lo público. Porque tiene valor político y cultural.
lunes, 7 de marzo de 2011
Carnaval ¿por decreto?
Está muy bien que se repongan los feriados por Carnaval. Porque era legítimo tenerlos y porque un gobierno ilegítimo los borró del calendario.
Pero la alegría no se puede imponer por decreto. Este pueblo ya no es el mismo de antes, cuando era la alegría popular la que generaba las fiestas. Este pueblo fue perdiendo la alegría junto con la simplicidad que es hermana de la inocencia. Los mismos músicos e intelectuales bien intencionados que han querido "mantener vivo" al carnaval, no han hecho otra cosa que mostrarnos un triste remedo, mejor dicho un remedo triste de la fiesta de Momo. Por estos días cualquier corso de la ciudad de Buenos Aires es la prueba más fehaciente de lo que digo. Más que corsos son corsés.
Este pueblo perdió las ganas de divertirse mucho antes de que se prohibieran los corsos, cuando le voltearon al gobierno que lo hacía más digno y feliz, cuando lo tuvieron proscripto, cuando hubo que resistirse y luchar, cuando lo sometieron al terrorismo de estado y a las miserias del capitalismo salvaje.
Hoy, las murgas, los bombos, los corsos, los disfraces; son "cosas de negros", y no de los que vienen de África, sino de los "cabezas". El carnaval "aceptable", vistoso, turístico, es desde hace años el que organizan en Corrientes o en Entre Ríos. Ambos son una burda y pobretona imitación del fastuoso y espectacular carnaval de Río de Janeiro.
Hoy por hoy algunos pretenden que sean las fiestas, en este caso el carnaval, las que generen la alegría. Eso es imposible. Si algún día retorna (seguramente retornará si no abandonamos este camino, pero no será mañana mismo), la alegría será fruto de la justicia social, del orgullo de pertenecer a una nación soberana, a una sociedad igualitaria, donde no haya excluidos, donde todos tengan oportunidad de realizarse. Nunca será fruto de un día más o menos de feriado en el calendario.
Si algún día regresa la verdadera alegría,espero que se manifieste con el carnaval más argentino posible: el ancestral de las provincias,y el carnaval porteño que conocí en mi infancia. Los culos trémulos son muy tentadores, pero además de no formar parte de mi idiosincrasia, me dan un poquito de vergüeza...
Pero la alegría no se puede imponer por decreto. Este pueblo ya no es el mismo de antes, cuando era la alegría popular la que generaba las fiestas. Este pueblo fue perdiendo la alegría junto con la simplicidad que es hermana de la inocencia. Los mismos músicos e intelectuales bien intencionados que han querido "mantener vivo" al carnaval, no han hecho otra cosa que mostrarnos un triste remedo, mejor dicho un remedo triste de la fiesta de Momo. Por estos días cualquier corso de la ciudad de Buenos Aires es la prueba más fehaciente de lo que digo. Más que corsos son corsés.
Este pueblo perdió las ganas de divertirse mucho antes de que se prohibieran los corsos, cuando le voltearon al gobierno que lo hacía más digno y feliz, cuando lo tuvieron proscripto, cuando hubo que resistirse y luchar, cuando lo sometieron al terrorismo de estado y a las miserias del capitalismo salvaje.
Hoy, las murgas, los bombos, los corsos, los disfraces; son "cosas de negros", y no de los que vienen de África, sino de los "cabezas". El carnaval "aceptable", vistoso, turístico, es desde hace años el que organizan en Corrientes o en Entre Ríos. Ambos son una burda y pobretona imitación del fastuoso y espectacular carnaval de Río de Janeiro.
Hoy por hoy algunos pretenden que sean las fiestas, en este caso el carnaval, las que generen la alegría. Eso es imposible. Si algún día retorna (seguramente retornará si no abandonamos este camino, pero no será mañana mismo), la alegría será fruto de la justicia social, del orgullo de pertenecer a una nación soberana, a una sociedad igualitaria, donde no haya excluidos, donde todos tengan oportunidad de realizarse. Nunca será fruto de un día más o menos de feriado en el calendario.
Si algún día regresa la verdadera alegría,espero que se manifieste con el carnaval más argentino posible: el ancestral de las provincias,y el carnaval porteño que conocí en mi infancia. Los culos trémulos son muy tentadores, pero además de no formar parte de mi idiosincrasia, me dan un poquito de vergüeza...
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Carnaval-Feriados-Corsos-Bombos-Disfraces
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